Don
Juan Carlos I ha renunciado al trono de España. Y siguiendo fundamentalmente criterios
personales, lo cual parece un lujo habiendo pasado lo que han pasado. ¿Y ahora qué? Pues que se presenta una nueva
etapa en la Historia de este país. Etapa teñida por un clima social crispado, dibujada en
un horizonte inquietante. Lo peor de todo, etapa que se abre paso en medio de conatos
de pre revolución. La agitación popular fraguada en forma de
‘guerrillas’ tan urbanas como ideológicas. La escenografía del alboroto no necesita ya casi excusas para ‘expresarse’: siembra
impunemente el miedo disfrazaa de libertad de expresión. Es lo que hay. Como decimos, etapa que se abre para la Corona y para
todos. Y sin que hayamos superado una crisis muy profunda, amortiguada por
las familias que minimizan los efectos del extremismo radical y violento. Un nuevo tiempo para una España en paz armada.
El
Rey ha renunciado, además, en un clima político denso. Una renuncia sorpresiva para la opinion pública, pero muy calibrada en la trastienda de la Casa Real. Se trataba de sustanciarla desde la normalidad democrática y así ha sido. Podría decirse que ha sido una renunica incluso digna, por más que llegue en horas muy bajas para la Corona. Desde luego, pese a todo, vemos más dignidad en este paso que en algunas
autoridades civiles, las verdaderas responsables de lo público. Autoridades que ahora se ufanan, pero que han
demostrado tener poca lealtad y casi nula capacidad para frenar algaradas y
fraudes de ley. El Rey sí ha calculado
bien su adiós político, mientras las autoridades civiles apenas tienen algo de credibilidad como garantes del orden y la paz social. El
tiempo erosiona, y el Rey no iba a ser menos afectado que el resto de los
españoles. Todo lo contrario, después de 39 años y por
simbólico que el cargo pueda ser, no deja de resultar indigesto. Y el Rey, pese a sus aciertos y aportaciones, es consciente que esta España ya no es la de la Transición; esta España ya no soporta determinados tipos de errores. Pero insistimos, el Rey ha sabido
elegir el momento para pasar página. Y garantizar la sucesión. Desde la prisa, sí, pero también desde la ortodoxia orgánica. Ha dejado que todo el gas de esa gran botella
carbonatada que fueron las Elecciones europeas, escapase y sirviese
para encauzar el descontento generalizado. Juan Carlos I ha comprobado que la ciudadanía, desesperada, vota ofertas utópicas,
irrealizables o hasta tóxicas. Es la democracia, en la que unos proponen y otros
eligen, pero también es un enorme toque de alerta. Los ciudadanos castigan hoy al bipartidismo gobernante: el Estado ni les ha sabido socorrer en la crisis, ni ha sabido erradicar la corrupción. A la vista de todo este preocupante escenario coyuntural, lo más inteliente era dar paso al sucesor: Felipe
de Borbón. O lo que será lo mismo, Felipe VI.
A
partir de aquí, a partir de que se haga efectivo el relevo, veremos por dónde va este país. Veremos si salimos de la desilusión. Veremos si los amantes de otros rumbos y modelos inciertos se salen
con la suya. Como decimos, en la calle los violentos siguen desenfrenados tratando de imponer su ley; de capitalizar el descontento, los valores y bondades que no les
corresponden. Felipe VI llega al trono
de una España que no es ni por asomo la de 1978. Lo va a tener cuesta arriba.
Porque de Burgos a Madrid, o de Madrid a Barcelona,
anida en el mapa poca esperanza y bastante miedo:
los anti sistema llegan para cargarse el sistema. Y dentro del sistema democrático, dentro del estamento político, la situación no está mejor. Felipe VI deberá
revalidar la monarquía parlamentaria en una democracia que unos no soportan,
otros no entienden y otros más desean derribar. Felipe VI o la “democracia revolucionaria”,
esa es la cuestión. Un nuevo Jefe de Estado para un país rebelde con lo propio y adulador de lo foráneo, un país que fue y ya no es.
Iremos
viendo y viviendo los acontecimientos. Con serenidad o con tensión. En definitiva, el advenimiento de un joven monarca por el que apostamos si eso significa progreso y paz para los españoles. Se mire por donde se mire, Felipe VI tiene y debe tener unos objetivos esenciales:
arbitrar la arquitectura, coser de paz un país maltrecho por sus costuras, mediar
en los conflictos internos que nos desangran y seguir impulsando una España unida en un
reconocimiento y respeto internacional con el que nos dejó Juan Carlos I. Una España constitucional, madura, sólida, que debe de dejar de ser huérfana de padre y madre. Porque de
no ser así, nos lloverá encima; nos lanzaremos al abismo de un tiempo de llantos y crujir
de dientes.